La corrida interminable de Jorge Burruchaga tras un pase mágico de Diego Maradona le dio a la Selección la victoria 3-2 ante Alemania y coronó una campaña de ensueño conducida por Carlos Salvador Bilardo.
Domingo 29 de junio de 1986. Treinta y ocho minutos del segundo tiempo. El calor pegaba fuerte en la altura de México y en el estadio Azteca habían aparecido de golpe banderas alemanas, muchas agitadas por los propios mejicanos. La selección argentina había desperdiciado una ventaja de 2-0 tras los goles del Tata Brown y Jorge Valdano, y la Alemania de Beckenbauer, con dos pelotas paradas, había empardado injustamente la final de la Copa del Mundo.
Pero Diego Maradona no quería resignarse a quedarse sin nada tras un torneo que lo había elevado a lo más alto del pedestal por encima de Michael Platini, Zico o Rummenigge. El Diez tenía un toque de magia más, como si ni hubiera sido suficiente con la apilada histórica a los ingleses o el partido perfecto de semifinales con Bélgica, donde anotó dos golazos. Diego tomó la pelota en mitad de cancha, y en el momento exacto que varios alemanes intentaron cercarlo, sacó un pase milimétrico para que Jorge Burruchaga iniciara la corrida más larga de la historia del fútbol argentino.
Burru empezó a correr con pelota dominada, pero el calor agobiante fue ralentizando su marcha y Hans Briegel, cual tanque alemán, amenazaba con alcanzarlo. Jorge Valdano llegaba por el medio como opción más que válida, pero a esa altura del mediodía caluroso del Azteca, pedir lucidez era sólo un privilegio para Diego. Burruchaga tocó dos veces la pelota en su eterno recorrido, y la tercera ?que pareció no llegar nunca- fue la vencida, una caricia sutil a la red en el momento exacto que Schumacher estiró su pie para evitar el gol.
El festejo fue de desahogo. Argentina coronaba así un torneo fantástico, de la mano de un estratega único como Carlos Bilardo y un Maradona en su mejor versión, un barrilete cósmico de otro planeta, como lo describió Víctor Hugo Morales tras el golazo ante los ingleses.
Pocos imaginaban en esa tarde de 1986 que Argentina iba a entrar en un período de sequía de títulos mundialistas. Casi logra la hazaña cuatro años más tarde en Italia, o en 2014 en Brasil, pero las dolorosas derrotas justamente con Alemania mantienen a aquel lejano título en tierras aztecas como el último. Añorado, tal vez no tan disfrutado como se debía, pero con el correr de los años, cada día más valorado.
Ser campeón no fue casualidad. Tal vez ese título empezó a construirse en 1982, cuando tras el fracaso del Mundial de España, Carlos Bilardo se sentó con el “cuestionado” Diego Maradona (sí, al Diez lo mataban la prensa y la gente tras su flojo desempeño mundialista) y le dijo que iba a ser el nuevo capitán de la Selección, sacándole la cinta al histórico referente, Daniel Passarella.
Bilardo, estudioso y obsesivo, entendió que el equipo había que construirlo alrededor de Diego. Y se tomó los tres años previos a México para encontrar a los laderos ideales. Y eso obligó a decisiones muy cuestionadas, como la exclusión de Ramón Díaz (peleado con Diego) o el propio Passarella, quien estuvo en la lista pero extrañamente se perdió la competencia por un virus estomacal que lo obligó a estar internado y regresar a Argentina. También quedó afuera el Pato Fillol, otro histórico.
Algunos desempeños pocos convincentes en la previa, con una clasificación al Mundial agónica ante Perú, y esas decisiones de exclusión que cayeron antipáticas en la prensa, pusieron a Bilardo al borde del abismo. Había una campaña orquestada por algunos dirigentes políticos, con el apoyo de parte de la prensa, que casi lo deja afuera del banco mundialista a pocos meses del torneo. Pero la banca de Maradona fue decisiva para ir en busca de la hazaña de la que pocos creían.
La gesta de México 86 supone una de las más luminosas de la historia del deporte argentino, aunque tal vez no tiene tal dimensión en los hinchas, que en muchos casos la encuentra lejana, y sin la dimensión que los medios y redes hoy le dan a cualquier logro deportivo, muy alejado de lo que sucedía en 1986, donde los diarios apenas le dedicaban un par de páginas al deporte y no existían los canales deportivos. Hoy resultaría extraño e inexplicable que El Gráfico, ya desaparecido, agote 60 mil ejemplares dos días después de haberse jugado la final.
Hubiera sido cruel no haber logrado el título en México 86. Tal vez los goles épicos de Diego a los ingleses no tendrían el valor eterno que hoy cargan. Esa apilada histórica del Diez “para dejar en el camino a tanto inglés”, como bien relata Víctor Hugo, no dejaría de ser un golazo indescriptible, pero hubiera servido de poco. Y ni hablar de la “mano de Dios”, que pasó a ser tan celebrada posteriormente que Rodrigo la inmortalizó con una canción maradoniana.
Sin el título, sin esa corrida triunfal de Burru, las cábalas de Bilardo dejarían de ser veneradas. O acaso no es intrigante que un equipo que destrozó a todos los rivales que se pusieron en el camino se aferrara casi como una cuestión táctica a escuchar en cada viaje a la cancha tres temas musicales: Gigante Chiquito”, de Sergio Denis, “Total Eclipse of the Heart” de Bonnie Tyler y “Eye of the Tiger”, de la banda sonora de Rocky. Y el chofer debía regular el tiempo de la concentración a la cancha de acuerdo a la duración de los temas, algo que el día de la final no fue posible y por eso Bilardo dejó al equipo dentro del micro hasta escuchar el último acorde. Ni hablar de la llamada misteriosa que sonaba en el vestuario en cada partido, que la primera vez tuvo que ver con un llamado real de un periodista amigo, y las veces posteriores muchos sospechan que eran hechas por el cuerpo técnico para no “romper con la cábala”.
Todo valió para ganar. Comer hamburguesas en un centro comercial el día antes del partido; que Ricardo Giusti enterrara un caramelo en el centro de la cancha; que Maradona encabezara la fila y Burruchaga la cerrara. Incluso contratar bordadoras mexicanas para ponerles el escudo de Le Coq y los números a una camisetas azules que habían comprado en una tienda deportiva, porque las originales de la marca francesa eran un suplicio para jugar en el calor de México.
México 86 fue la mayor gesta del fútbol argentino. Con Diego Maradona en modo Dios y un grupo de jugadores hambrientos de gloria. A lo lejos, con el repaso de los partidos, los estadistas se dieron cuenta que Diego tocó 62 pelotas por partido, recibió el escalofriante promedio de 7,4 infracciones por cotejo, buscó el arco rival 49 veces e hizo cinco goles. Pero esos números nunca reflejarán ese momento de lucidez para darle un pase exacto a Burruchaga y así iniciar la corrida más larga y más importante del fútbol argentino. Ese día que Argentina tocó el cielo con las manos. Y fue el mejor del mundo.
Fuente: informatesalta